miércoles, 9 de diciembre de 2009

La neuropolítica: conocer el cerebro para liderar las ideas

Publicado en: Revista de la Fundació Rafael Campalans (invierno 2009) (versión pdf)

“¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio.”
Albert Einstein

Carlos Belmonte [1], prestigioso científico del Instituto de Neurociencias de Alicante y experto en los mecanismos del dolor y del funcionamiento del cerebro, afirma que en un futuro cercano “leeremos y manipularemos el cerebro como queramos”. Una posibilidad más que inquieta y que se convertirá en un desafío ético para la humanidad y para la política democrática. No es ciencia-ficción, es ciencia posible.

El poder de la ciencia: un debate abierto
La capacidad de modificar un cerebro física o químicamente, también genéticamente, va a suponer un debate ético sobre los límites de esta actuación y de su legitimidad. Podremos borrar, selectivamente, recuerdos traumáticos (como los que sufren los soldados en situaciones de guerra o las personas víctimas de torturas o agresiones) o pretender que el cerebro de nuestros hijos esté especialmente dotado para la música o la literatura. Pero la investigación que permite la posibilidad técnica de tales avances debe de ir acompañada de un profundo debate político y social sobre los límites del poder científico. La respuesta política a este desafío debe desarrollarse de manera conjunta desde ambos ámbitos. Y debe ser, también, una responsabilidad ineludible de los progresistas.

El cerebro humano, el gran desconocido
Pero para ello, debemos conocer más y mejor el cerebro de hombres y mujeres, superando algunas reservas y bloqueos a los avances de la ciencia que todavía atemorizan a la izquierda transformadora que, a veces, parece conservadora.
Estamos, por ejemplo, y gracias a las nuevas técnicas de imagen, retratando y monitorizando el cerebro de tal manera que podemos ver ya cualquier alteración de su corteza o de sus amígdalas. Pronto vamos a discutir si aceptaremos como prueba irrefutable en los tribunales las imágenes de éste mostrándonos cómo se altera con la verdad o la mentira.

Sabemos que las mujeres detectan mejor que los hombres los estados emocionales de sus interlocutores porque sus amígdalas funcionan de manera diferente, lo cual explicaría que ellas sean más empáticas que ellos. ¡Y qué decir de la química! Hemos confirmado la intuición y hemos demostrado que el exceso de testosterona de los varones (mayoritarios en los parqués bursátiles del mundo) puede haber jugado un papel decisivo en el riesgo excesivo e imprudente de los gestores de mercados financieros en la actual crisis, como se demostró recientemente en un artículo publicado en Proceedings of the National Academy of Sciences.

Sabemos, también, que los condicionantes genéticos son determinantes para la evolución de la inteligencia de las personas, que un cerebro puede ir al máximo de sus posibilidades pero no más allá de su capacidad genética. Así como que la plasticidad de éste en los primeros años de formación y crecimiento es decisiva, en su configuración y potencialidad intelectual y relacional. De ahí, la enorme responsabilidad de la educación social, familiar y reglada.

Tenemos 100.000 millones de neuronas y, cada una de ellas, 1.000 conexiones que forman un circuito determinado. La neurociencia nos indica que lo importante es la configuración de estas conexiones. Su conocimiento es el que nos permite bloquearlas con las sustancias capaces de alterar un circuito. Si se administra a una persona depresiva, por ejemplo, un bloqueante de la recaptación de la serotonina, al día siguiente está como nueva. ¿Lo que es legítimo en un enfermo (el individuo depresivo) lo va a ser, también, en una persona melancólica y triste? Nuestra capacidad de cambiar lo enfermo está en la misma línea que nuestra capacidad para cambiar el carácter, las emociones, las percepciones… y las opiniones. La proximidad de lo aceptable y lo inaceptable se pone en jaque por la posibilidad técnica. Renunciar a lo que no es posible no requiere coraje. Renunciar a lo que es posible es el auténtico desafío.

El poder del subconsciente. Intuición vs razón
Sabemos también que las decisiones “libres” que tomamos en nuestra vida cotidiana tienen que ver en un 80% con la información subconsciente. Decidimos en función de una gran cantidad de información que tenemos en nuestro cerebro… y de la que desconocemos su existencia. La zona consciente de nuestro cerebro es muy pequeña y la experiencia vital (nuestra escala de valores acumulada) que determina nuestras decisiones (intelectuales, emotivas y racionales) es muy vulnerable a nuestros prejuicios. “¡Triste época la nuestra! Es más fácil desintegrar un átomo que un prejuicio” decía Albert Einstein.

Eduard Punset, en su libro “Por qué somos como somos” [2], afirma que en la vida (en nuestras decisiones) recurrimos a intuiciones que requieren mucha menos información de la que creemos. Que tomamos decisiones muy serias e importantes con un gran nivel de exposición a la equivocación. Y que incluso “cuando el cerebro percibe una explicación distinta a lo que él cree no sólo la cuestiona, es que corta los circuitos de comunicación para que no penetre. Por eso no cambiamos de voto”. Es a lo que se llama disonancias. Es decir, nuestro cerebro bloquea la información racional que podría hacernos cambiar de opinión ya que preferimos las convicciones emocionales o morales a las confirmaciones racionales o epistemológicas. Las personas preferimos escuchar lo que queremos escuchar, leer lo que queremos leer, opinar lo que queremos opinar.

Neuropolítica como base de la acción transformadora
Sabemos todas estas cosas, pero todavía las ignoramos para la acción política transformadora. La neuropolítica se abre paso como una nueva disciplina capaz de comprender el cerebro de las personas en su condición de ciudadanos, electores o activistas. Nos permite conocerlo mejor, saber cómo funciona, cómo articula sus imágenes, con valores, con sentimientos y cómo se canalizan sus decisiones. Esa es la cuestión que debe ocupar más tiempo y energías a la política democrática de orientación progresista.

Ya hemos aprendido la fuerza cognoscitiva del lenguaje en la política, con los trabajos sobre comunicación política [3] de George Lakoff y la fortaleza de los marcos conceptuales que inhiben la razón y la condicionan. Estamos explorando el potencial de la “política de las emociones”, leyendo las aportaciones, entre otros, de Drew Westen, profesor de psicología y psiquiatría de la Universidad de Emory y su trabajo “El cerebro político” [4]. Sabemos ya que las razones no siempre dominan la razón. Y que la mejor manera de llegar al cerebro de un elector es a través de su corazón.

Repensar la ideología en función del factor humano
Pero debemos convertir el conocimiento de la psicología, de la neurociencia y de las emociones que rigen y explican el comportamiento de nuestros ciudadanos, en un estímulo para repensar la oferta progresista, con nuevos ingredientes para no renunciar a nuestras convicciones políticas e ideales morales. La arrogancia de la ideología debe dar paso a una nueva filosofía.

Obsesionados con las ideas programáticas, decididos a que nuestra superioridad intelectual en el debate ideológico es abrumadora y debe ser reconocida y aplaudida por los ciudadanos en su dócil misión de aprobación electoral, hemos olvidado la comprensión real de las emociones, de las palabras, y no tenemos ni idea del comportamiento del cerebro en su misión reguladora y directiva de las actitudes humanas.

Seguimos sorprendiéndonos de que algunas mayorías electorales sigan revalidando candidatos y propuestas que, objetivamente, perjudican a los propios intereses de las comunidades que los eligen o a valores y patrimonios superiores, como el planeta. Sobredimensionamos la capacidad concluyente de la información, del dato, y no nos damos cuenta de que nuestras sociedades están abrumadas, precisamente, de datos, opiniones, informaciones, rumores… y reclaman dosis de simplicidad reconfortante. Y de que, además, nuestros cerebros se resisten a dar crédito a la verdad, asiéndose en el terreno de las convicciones y de las emociones como la mejor arquitectura para la toma de decisiones y cómo bastión irreductible de las opiniones. Los prejuicios, nunca mejor dicho, anteceden a los juicios.

“Buscar la verdad es complejo, es más sencillo validar una opinión previa”, afirma Daniel Eskibel [5]. Nuestro cerebro detesta el conflicto interno, por eso se refugia y valida toda la información previa que refuerce el apriorismo instalado. A su vez, José Antonio Marina, en su libro “La inteligencia fracasada. Teoría y práctica de la estupidez” [6], señala cuatro tipos de fracaso de nuestra inteligencia: cognitivos, afectivos, de lenguaje y de la voluntad. “Los fracasos cognitivos provienen del empeño que tenemos muchas veces las personas de negar la realidad. Los prejuicios, la superstición, el dogmatismo, el fanatismo son formas de pensamiento que niegan la realidad, que evitan la aceptación de las evidencias que se nos presentan”. Algunas de estas creencias son conscientes, pero la mayoría son inconscientes e influyen poderosamente en nuestras emociones y decisiones.

Y todavía más. Ted Brader, autor de la “Teoría de la Inteligencia Afectiva”, [7] afirma que: “las emociones tienden a anticiparse para definir las decisiones políticas de las personas, y las emociones positivas liberan el camino para el ingreso de mensajes que confirmen las ideas preconcebidas, mientras que las negativas parecen conducir a la reflexión, aunque no modifiquen el sistema de creencias previas”.

Ideología y filosofía
En este contexto complejo, la propuesta progresista debe replantear su estrategia de persuasión-comunicación-adhesión con un mejor conocimiento de lo emocional y neuronal y con una práctica política que favorezca, también, las “filosofías de vida” como complemento revitalizante de las ideologías. Una nueva mirada a lo espiritual, a la tradición vital, a los valores, a los estilos de vida, a las conciliaciones cuerpo-mente, individuo-sociedad, persona-planeta y una radical apuesta por la modernidad cultural, tecnológica y social de la inteligencia cooperativa y compartida que se abre paso en la sociedad digital. Una oferta tan vital… como ideológica.

En lugar de presentar las emociones y los estilos de vida como un conflicto frontal, y como un fracaso de la racionalidad, la oferta política debe comprender las relaciones de complementariedad entre lo cognitivo, lo emocional, lo vivencial y el aprendizaje, como un conjunto inseparable de la naturaleza humana… y del cerebro humano.

Todo ello con el objetivo de que los valores progresistas, vividos y sentidos, se preinstalen de manera legítima, pero segura y confortable, en el mundo apriorístico que precede nuestras decisiones y comportamientos. Instalados en el corazón y en las emociones de las personas podremos pedirles la atención mínima a nuestras propuestas. No hay otro camino para el desafío de las ideas.

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